MOTIVO

Espacio dedicado a toda clase de comentario libre y espontáneo, despojado de intereses de cualquier tipo (y mujer)

martes, 24 de agosto de 2010

QUERIDO LOLE CACCIA



Ayer falleció Julio César Caccia, el Lole para quienes tuvimos la suerte de conocerlo un poco más que popularmente por ser primero, marido de Lolita Torres y después, padre de Diego Torres.
Lole era un hombre bueno, simpático, honesto, frontal, genuino, natural... un hombre con los códigos de antes, crédulo de la palabra, del apretón de manos como único lazo de cualquier compromiso, con valores propios que rescataba en los demás y que por esos mismos méritos, enaltecía al prójimo.
Tuve el gran gusto de conocerlo y tratarlo bastante, a través de mi amistad con Diego, alguien de quien siempre remarqué su autenticidad, su coherencia y su conducta para con todos los que lo rodeaban y también, para con él mismo. Su ascendente carrera nunca fue una influencia para que modificara esa forma de ser espontánea, fresca y simpática que siempre había tenido, antes de ser masivamente conocido. Supongo que esa cualidad, fue y es mérito de la crianza que tuvo, del entorno que vivió con sus hermanos Santiago, Angélica, Mariana y Marcelo y de la educación que les dieron sus padres, Lolita Torres y Julio Caccia.
El Lole, como cariñosamente le decían, fue el segundo marido de la gran Lolita y además de acompañarla en casi toda su carrera artística, la amó y la admiró como nadie. La cuidaba, la asistía, la acompañaba y la valoraba como ningún otro. Fue el padre de cuatro de sus hijos de sangre y también padrazo de Santiago, que Lolita había tenido antes de conocerlo, criándolo como propio.
Lole Caccia, hoy más conocido como el papá de Diego Torres, tenía esa simpatía y picardía natural que la gente conoce de su último hijo, el cantante reconocido, el de más trascendencia popular, el que después de dieciocho años de carrera, se convirtió en uno de los pocos artistas argentinos de la actualidad que mantienen presente el nombre de nuestro país en un mercado musical internacional que Argentina fue perdiendo paulatinamente.
Julio César Caccia, era un enamorado de la vida y así la vivió; apasionadamente, afectuosamente, amorosamente, entrañablemente, sinónimos que sirven para definir su personalidad y ejemplificar su bondadosa manera de ser y actuar ante los demás.
Tuve el privilegio de mantener una relación amistosa con él, podría decir, ya que mi amigo era Diego, su hijo, pero quizás por mis características personales, que se acercaban a lo que Lole prevalecía de las personas, pude disfrutar de su estima, de su afecto y de su buen concepto. Recuerdo muy cariñosamente que Dieguito siempre me repetía: “Mi viejo siempre me dice: “El Tano es de fierro, cuidalo, porque no hay muchos amigos así”. Para mí es todo un orgullo, sin falsa modestia y también una satisfacción que Lole lo dijera, porque él, como muchos de los de su generación septuagenaria, intuía y conocía más por zorro que por viejo, a las personas francas, sinceras y nobles. No me estoy alabando, ni mucho menos, lo estoy enalteciendo a él, al Lole Caccia, que con la escuela de la calle, la experiencia del barrio y los años transcurridos, olfateaba a la gente y le sacaba la ficha, sin mucha vuelta ni rebusques.
Hacía un largo tiempo que no lo veía, al igual que a Diego, pero mantengo intacto mi recuerdo afectuoso y mi cariño sincero por él y por toda su familia. Lamentablemente, ya no estará más físicamente, pero sí, por supuesto, continuará presente en el corazón de todos los que lo conocimos, lo disfrutamos en mayor o menor medida y lo quisimos. Su figura retacona, su imagen bondadosa y su personalidad carismática, seguirá vigente, inalterable e inquebrantable por siempre y para siempre.
Que en paz descanses, Julio César Caccia, querido Lole!

lunes, 23 de agosto de 2010

HUGO GUERRERO MARTHINEITZ


















A veces, la vida nos lleva por caminos que nunca imaginamos transitar, regalándonos momentos, hechos y circunstancias que nos satisfacen en plenitud y otras, la misma vida, hace que recorramos senderos que no siempre son los mejores ni los más queridos.
Hugo Guerrero Marthineitz, falleció el sábado pasado (20 de agosto)en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires.
Peruano, locutor, conductor, creador de un estilo único dentro de la radiofonía, que tenía ochenta y seis años y se encontraba en una situación personal muy difícil, ya que una serie de sucesos desafortunados, lo llevaron a quedarse literalmente en la calle. Perdió todo, su departamento, sus equipos de audio, sus discos, sus libros, su ropa... todas sus cosas materiales. Por suerte, no había perdido sus afectos más cercanos, el de sus hijos, que a pesar de su particular forma de ser y su especial e inestable humor, no lo abandonaron, por lo menos que yo sepa fehacientemente, su hijo Diego Guerrero, también locutor, músico y muy contemplativo con su padre, lo apoyó en el mejor sentido abarcativo de la palabra, desde lo económico hasta lo personal, desde lo comprensivo hasta lo irascible, desde lo inexplicable para los de afuera hasta lo naturalmente amoroso para los más cercanos. Y aclaro todo esto porque hace unos meses, cuando se había difundido la noticia de que “el negro” Marthineitz estaba viviendo en la calle, yo expresé algunas reflexiones al respecto y decía que no encontraba explicación a que un hombre con una vida recorrida, con varios matrimonios en su haber, con amigos, muchos o pocos, no importa, que habrán compartido infinidad de momentos a lo largo de su trayectoria con él, haya llegado a dormir en la calle por no tener un lugar donde ir. Diego, su hijo, tuvo la amabilidad y deferencia de explicarme algunas cosas personales que no vienen al caso hacerlas públicas, ya que él nunca quiso hacer de ese triste tema, algo mediático. No sé cuáles eran puntualmente las características de su personalidad y tampoco es mi interés, inmiscuirme en algo tan íntimo como eso, pero sí intuyo que no habrá sido nada fácil acompañar desde el cariño a tan particular ser humano.
Por supuesto que me produce mucha tristeza su partida física y en aquél momento, en cierta forma, me produjo angustia el saber que un hombre que además de haber sido uno de los más grandes referentes de la radio, estaba pasando por semejante situación extrema.
Hacía mucho que no lo veía, hacía mucho que había sido amigo de mi padre, fallecido hace 21 años, hacía mucho que “El show del minuto”, programa que marcó toda una época en nuestra radiofonía, que él conducía y mi padre produjo en distintas épocas, no salía más al aire, hacía mucho que yo había pasado junto a él, al querido Diego, su hijo mayor y la madre de éste, algún que otro verano en Mar del Plata junto a mis padres, hacía mucho que su ciclo televisivo “A solas” había dejado de realizarse, hacía mucho que no se lo llamaba “el peruano parlanchín”, sobrenombre con el que se lo identificaba popularmente y hacía mucho que no se “escuchaban” sus eternos silencios radiales que provocaban sorpresa y admiración en sus oyentes. Era astuto, sobrador, cínico, inteligente, irónico, sutil y sus contragolpes dialécticos penetraban como estiletazos en el aire radial. Amado y odiado por igual, siempre hizo lo que se le cantó. Le gustaba leer, pensar, trabajar y gozar del silencio; nunca le importó tampoco lo que dijeran sobre él y haciendo gala de su apellido, Guerrero, fue un hueso duro de roer: salió airoso de un cáncer, le hizo un corte de mangas a un ataque de divertículos, se mantuvo erguido después de un accidente de tránsito y zafó de una operación de columna. Con esa particular voz gruesa, la dicción envidiable, una personal carcajada explosiva y un estilo periodístico que rompió moldes, el Negro Hugo Guerrero Marthineitz marcó un antes y un después, especialmente en la radio.
Hace mucho también que nuestra sociedad perdió sensibilidad y quizás es tema para otro análisis más profundo, en otro espacio y circunstancia, pero me parece que alguna institución, no sé si el sindicato de locutores o quién, debería haberle proveído alguna ayuda, ofrecerle cobijo, tenderle una mano, ampararlo en ese duro momento de su vida que sufrió, acrecentada la dureza de ese tiempo, si reparamos en su edad. Tenía ochenta y seis años y más allá de análisis sociales, debates de qué se debería hacer con la gente grande que se encuentra en estas circunstancias y conclusiones sobre cómo y por qué Marthineitz llegó a esa situación extrema, de esa triste manera, me parece que tendría que existir una fundación, un edificio del estado, una institución, algo que contemple y resguarde a las personalidades que han trabajado por nuestra cultura. Los actores la tienen y los futbolistas también. Ya sé que muchos podrán pensar y decir que si Guerrero Marthineitz había llegado a dormir en la calle, era su responsabilidad por el o los motivos que sean, pero dejando de lado los por qué, el Estado Nacional, la Ciudad de Buenos Aires o alguien debiera contemplar esto que menciono como una falla del sistema.
No siempre lo que nos sucede es lo que queremos, muchas veces somos responsables de lo que nos pasa, pero también existen falencias a nivel social que en algún momento tendríamos que solucionar. Mi afecto, comprensión y sensibilidad a Diego Guerrero. Mi cariño, mi respeto, mi admiración y mi afectuoso recuerdo a Hugo Guerrero Marthineitz.